Nos dice el Catecismo:
1213 (…)Por el Bautismo somos liberados del pecado y regenerados como hijos de Dios,
llegamos a ser miembros de Cristo y somos incorporados a la Iglesia y hechos
partícipes de su misión.
1243 La vestidura blanca simboliza que el bautizado se ha
"revestido de Cristo" (Ga 3,27): ha resucitado con Cristo. El cirio
que se enciende en el Cirio Pascual, significa que Cristo ha iluminado al
neófito. En Cristo, los bautizados son "la luz del mundo" (Mt 5,14;
cf Flp 2,15).
El nuevo bautizado es ahora hijo de Dios en el Hijo
Único. Puede ya decir la oración de los hijos de Dios: el Padre Nuestro.
1265 El Bautismo no solamente purifica de todos los pecados,
hace también del neófito "una nueva creatura" (2 Co 5,17), un hijo adoptivo de Dios (cf Ga 4,5-7)
que ha sido hecho "partícipe de la naturaleza divina" (2 P 1,4),
miembro de Cristo (cf 1 Co 6,15; 12,27), coheredero con Él (Rm 8,17) y templo
del Espíritu Santo (cf 1 Co 6,19).
Dios nos
adopta, nos hace sus hijos y nos participa su gracia, nos hace hermanos de
Cristo y herederos de sus bienes… Por el bautismo Dios Espíritu Santo habita en
nosotros, nos convertimos en templos de su Espíritu…
GRACIA Y
JUSTIFICACIÓN
I. La justificación
La gracia
del Espíritu Santo tiene el poder de santificarnos, es decir, de lavarnos de
nuestros pecados y comunicarnos “la justicia de Dios por la fe en Jesucristo”
(Rm 3, 22) y por el Bautismo (cf Rm 6, 3-4):
«Y si
hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él, sabiendo que
Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y que la
muerte no tiene ya señorío sobre él. Su muerte fue un morir al pecado, de una
vez para siempre; mas su vida, es un vivir para Dios. Así también vosotros,
consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rm 6,
8-11).
Por el
poder del Espíritu Santo participamos en la Pasión de Cristo, muriendo al
pecado, y en su Resurrección, naciendo a una vida nueva; somos miembros de su
Cuerpo que es la Iglesia (cf 1 Co 12), sarmientos unidos a la Vid que es Él
mismo (cf Jn 15, 1-4).
«Por el
Espíritu Santo participamos de Dios [...] Por la participación del Espíritu
venimos a ser partícipes de la naturaleza divina [...] Por eso, aquellos en
quienes habita el Espíritu están divinizados» (San Atanasio de Alejandría,
Epistula ad Serapionem, 1, 24).
La
primera obra de la gracia del Espíritu Santo es la conversión, que obra la
justificación según el anuncio de Jesús al comienzo del Evangelio:
“Convertíos
porque el Reino de los cielos está cerca” (Mt 4, 17).
Movido
por la gracia, el hombre se vuelve a Dios y se aparta del pecado, acogiendo así
el perdón y la justicia de lo alto.
“La justificación no es solo remisión de los pecados,
sino también santificación y renovación del interior del hombre” (Concilio de Trento: DS 1528).
La
justificación libera al hombre del pecado que contradice al amor de Dios, y
purifica su corazón.
La
justificación es prolongación de la iniciativa misericordiosa de Dios que
otorga el perdón. Reconcilia al hombre con Dios, libera de la servidumbre del
pecado y sana.
La
justificación es, al mismo tiempo, acogida de la justicia de Dios por la fe en
Jesucristo. La justicia designa aquí la rectitud del amor divino. Con la
justificación son difundidas en nuestros corazones la fe, la esperanza y la
caridad, y nos es concedida la obediencia a la voluntad divina.
La
justificación nos fue merecida por la pasión de Cristo, que se ofreció en la
cruz como hostia viva, santa y agradable a Dios y cuya sangre vino a ser
instrumento de propiciación por los pecados de todos los hombres.
La
justificación es concedida por el Bautismo, sacramento de la fe. Nos asemeja a
la justicia de Dios que nos hace interiormente justos por el poder de su
misericordia. Tiene por fin la gloria de Dios y de Cristo, y el don de la vida
eterna (cf Concilio de Trento: DS 1529)
«Pero ahora, independientemente de la ley, la justicia de
Dios se ha manifestado, atestiguada por la ley y los profetas, justicia de Dios
por la fe en Jesucristo, para todos los que creen —pues no hay diferencia
alguna; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios— y son justificados
por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a
quien Dios exhibió como instrumento de propiciación por su propia sangre,
mediante la fe, para mostrar su justicia, pasando por alto los pecados
cometidos anteriormente, en el tiempo de la paciencia de Dios; en orden a mostrar
su justicia en el tiempo presente, para ser él justo y justificador del que
cree en Jesús» (Rm 3 ,21-26).
La
justificación establece la colaboración entre la gracia de Dios y la libertad
del hombre. Por parte del hombre se expresa en el asentimiento de la fe a la
Palabra de Dios que lo invita a la conversión, y en la cooperación de la
caridad al impulso del Espíritu Santo que lo previene y lo custodia:
«Cuando
Dios toca el corazón del hombre mediante la iluminación del Espíritu Santo, el
hombre no está sin hacer nada en absoluto al recibir aquella inspiración,
puesto que puede también rechazarla; y, sin embargo, sin la gracia de Dios,
tampoco puede dirigirse, por su voluntad libre, hacia la justicia delante de
Él» [Concilio de Trento: DS 1525).
La justificación
es la obra más excelente del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús y
concedido por el Espíritu Santo. San Agustín afirma que “la justificación del
impío [...] es una obra más grande que la creación del cielo y de la tierra”
[...] porque “el cielo y la tierra pasarán, mientras [...] la salvación y la
justificación de los elegidos permanecerán” (San Agustín, In Iohannis
evangelium tractatus, 72, 3). Dice incluso que la justificación de los
pecadores supera a la creación de los ángeles en la justicia porque manifiesta
una misericordia mayor.
El
Espíritu Santo es el maestro interior. Haciendo nacer al “hombre interior” (Rm
7, 22 ; Ef 3, 16), la justificación implica la santificación de todo el ser:
«Si en
otros tiempos ofrecisteis vuestros miembros como esclavos a la impureza y al
desorden hasta desordenaros, ofrecedlos igualmente ahora a la justicia para la
santidad [...] al presente, libres del pecado y esclavos de Dios, fructificáis
para la santidad; y el fin, la vida eterna» (Rm 6, 19. 22).
La gracia
Nuestra
justificación es obra de la gracia de Dios. La gracia es el favor, el auxilio
gratuito que Dios nos da para responder a su llamada:
v llegar a
ser hijos de Dios (cf Jn 1, 12-18),
v hijos
adoptivos (cf Rm 8, 14-17),
v partícipes
de la naturaleza divina (cf 2 P 1, 3-4),
v de la
vida eterna (cf Jn 17, 3).
La gracia
es una participación en la vida de Dios. Nos introduce en la intimidad de la
vida trinitaria: por el Bautismo el cristiano participa de la gracia de Cristo,
Cabeza de su Cuerpo. Como “hijo adoptivo” puede ahora llamar “Padre” a Dios, en
unión con el Hijo único. Recibe la vida del Espíritu que le infunde la caridad
y que forma la Iglesia.
Esta
vocación a la vida eterna es sobrenatural. Depende enteramente de la iniciativa
gratuita de Dios, porque sólo Él puede revelarse y darse a sí mismo. Sobrepasa
las capacidades de la inteligencia y las fuerzas de la voluntad humana, como
las de toda creatura (cf 1 Co 2, 7-9)
La gracia
de Cristo es el don gratuito que Dios nos hace de su vida infundida por el
Espíritu Santo en nuestra alma para sanarla del pecado y santificarla: es la
gracia santificante o divinizadora, recibida en el Bautismo. Es en nosotros la
fuente de la obra de santificación (cf Jn 4, 14; 7, 38-39):
«Por
tanto, el que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es
nuevo. Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo» (2 Co 5,
17-18).
La gracia es, ante todo y principalmente, el don del
Espíritu que nos justifica y nos santifica. Pero la gracia comprende también
los dones que el Espíritu Santo nos concede para asociarnos a su obra, para
hacernos capaces de colaborar en la salvación de los otros y en el crecimiento
del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Estas son las gracias sacramentales, dones
propios de los distintos sacramentos. Son además las gracias especiales,
llamadas también carismas, según el término griego empleado por san Pablo, y
que significa favor, don gratuito, beneficio (cf LG 12). Cualquiera que sea su
carácter, a veces extraordinario, como el don de milagros o de lenguas, los
carismas están ordenados a la gracia santificante y tienen por fin el bien
común de la Iglesia. Están al servicio de la caridad, que edifica la Iglesia
(cf 1 Co 12).