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Espíritu Santo
Leccion 7

LA INHABITACION DEL ESPÍRITU SANTO


Nos dice el Catecismo:

1213 (…)Por el Bautismo somos liberados del pecado y regenerados como hijos de Dios, llegamos a ser miembros de Cristo y somos incorporados a la Iglesia y hechos partícipes de su misión.

1243 La vestidura blanca simboliza que el bautizado se ha "revestido de Cristo" (Ga 3,27): ha resucitado con Cristo. El cirio que se enciende en el Cirio Pascual, significa que Cristo ha iluminado al neófito. En Cristo, los bautizados son "la luz del mundo" (Mt 5,14; cf Flp 2,15).

El nuevo bautizado es ahora hijo de Dios en el Hijo Único. Puede ya decir la oración de los hijos de Dios: el Padre Nuestro.

1265 El Bautismo no solamente purifica de todos los pecados, hace también del neófito "una nueva creatura" (2 Co 5,17), un hijo adoptivo de Dios (cf Ga 4,5-7) que ha sido hecho "partícipe de la naturaleza divina" (2 P 1,4), miembro de Cristo (cf 1 Co 6,15; 12,27), coheredero con Él (Rm 8,17) y templo del Espíritu Santo (cf 1 Co 6,19).

Dios nos adopta, nos hace sus hijos y nos participa su gracia, nos hace hermanos de Cristo y herederos de sus bienes… Por el bautismo Dios Espíritu Santo habita en nosotros, nos convertimos en templos de su Espíritu…
 
GRACIA Y JUSTIFICACIÓN

I.  La justificación

La gracia del Espíritu Santo tiene el poder de santificarnos, es decir, de lavarnos de nuestros pecados y comunicarnos “la justicia de Dios por la fe en Jesucristo” (Rm 3, 22) y por el Bautismo (cf Rm 6, 3-4):

«Y si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él, sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y que la muerte no tiene ya señorío sobre él. Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; mas su vida, es un vivir para Dios. Así también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rm 6, 8-11).

Por el poder del Espíritu Santo participamos en la Pasión de Cristo, muriendo al pecado, y en su Resurrección, naciendo a una vida nueva; somos miembros de su Cuerpo que es la Iglesia (cf 1 Co 12), sarmientos unidos a la Vid que es Él mismo (cf Jn 15, 1-4).
 
«Por el Espíritu Santo participamos de Dios [...] Por la participación del Espíritu venimos a ser partícipes de la naturaleza divina [...] Por eso, aquellos en quienes habita el Espíritu están divinizados» (San Atanasio de Alejandría, Epistula ad Serapionem, 1, 24).
 
La primera obra de la gracia del Espíritu Santo es la conversión, que obra la justificación según el anuncio de Jesús al comienzo del Evangelio:

“Convertíos porque el Reino de los cielos está cerca” (Mt 4, 17).

Movido por la gracia, el hombre se vuelve a Dios y se aparta del pecado, acogiendo así el perdón y la justicia de lo alto.

“La justificación no es solo remisión de los pecados, sino también santificación y renovación del interior del  hombre” (Concilio de Trento: DS 1528).
 
La justificación libera al hombre del pecado que contradice al amor de Dios, y purifica su corazón.

La justificación es prolongación de la iniciativa misericordiosa de Dios que otorga el perdón. Reconcilia al hombre con Dios, libera de la servidumbre del pecado y sana.
 
La justificación es, al mismo tiempo, acogida de la justicia de Dios por la fe en Jesucristo. La justicia designa aquí la rectitud del amor divino. Con la justificación son difundidas en nuestros corazones la fe, la esperanza y la caridad, y nos es concedida la obediencia a la voluntad divina.
 
La justificación nos fue merecida por la pasión de Cristo, que se ofreció en la cruz como hostia viva, santa y agradable a Dios y cuya sangre vino a ser instrumento de propiciación por los pecados de todos los hombres.

La justificación es concedida por el Bautismo, sacramento de la fe. Nos asemeja a la justicia de Dios que nos hace interiormente justos por el poder de su misericordia. Tiene por fin la gloria de Dios y de Cristo, y el don de la vida eterna (cf Concilio de Trento: DS 1529)
 
«Pero ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado, atestiguada por la ley y los profetas, justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que creen —pues no hay diferencia alguna; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios— y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien Dios exhibió como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia, pasando por alto los pecados cometidos anteriormente, en el tiempo de la paciencia de Dios; en orden a mostrar su justicia en el tiempo presente, para ser él justo y justificador del que cree en Jesús» (Rm 3 ,21-26).
 
La justificación establece la colaboración entre la gracia de Dios y la libertad del hombre. Por parte del hombre se expresa en el asentimiento de la fe a la Palabra de Dios que lo invita a la conversión, y en la cooperación de la caridad al impulso del Espíritu Santo que lo previene y lo custodia:
 
«Cuando Dios toca el corazón del hombre mediante la iluminación del Espíritu Santo, el hombre no está sin hacer nada en absoluto al recibir aquella inspiración, puesto que puede también rechazarla; y, sin embargo, sin la gracia de Dios, tampoco puede dirigirse, por su voluntad libre, hacia la justicia delante de Él» [Concilio de Trento: DS 1525).

La justificación es la obra más excelente del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús y concedido por el Espíritu Santo. San Agustín afirma que “la justificación del impío [...] es una obra más grande que la creación del cielo y de la tierra” [...] porque “el cielo y la tierra pasarán, mientras [...] la salvación y la justificación de los elegidos permanecerán” (San Agustín, In Iohannis evangelium tractatus, 72, 3). Dice incluso que la justificación de los pecadores supera a la creación de los ángeles en la justicia porque manifiesta una misericordia mayor.
 
El Espíritu Santo es el maestro interior. Haciendo nacer al “hombre interior” (Rm 7, 22 ; Ef 3, 16), la justificación implica la santificación de todo el ser:

«Si en otros tiempos ofrecisteis vuestros miembros como esclavos a la impureza y al desorden hasta desordenaros, ofrecedlos igualmente ahora a la justicia para la santidad [...] al presente, libres del pecado y esclavos de Dios, fructificáis para la santidad; y el fin, la vida eterna» (Rm 6, 19. 22).
 
La gracia

Nuestra justificación es obra de la gracia de Dios. La gracia es el favor, el auxilio gratuito que Dios nos da para responder a su llamada:
v  llegar a ser hijos de Dios (cf Jn 1, 12-18),
v  hijos adoptivos (cf Rm 8, 14-17),
v  partícipes de la naturaleza divina (cf 2 P 1, 3-4),
v  de la vida eterna (cf Jn 17, 3).
 
La gracia es una participación en la vida de Dios. Nos introduce en la intimidad de la vida trinitaria: por el Bautismo el cristiano participa de la gracia de Cristo, Cabeza de su Cuerpo. Como “hijo adoptivo” puede ahora llamar “Padre” a Dios, en unión con el Hijo único. Recibe la vida del Espíritu que le infunde la caridad y que forma la Iglesia.
 
Esta vocación a la vida eterna es sobrenatural. Depende enteramente de la iniciativa gratuita de Dios, porque sólo Él puede revelarse y darse a sí mismo. Sobrepasa las capacidades de la inteligencia y las fuerzas de la voluntad humana, como las de toda creatura (cf 1 Co 2, 7-9)
 
La gracia de Cristo es el don gratuito que Dios nos hace de su vida infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma para sanarla del pecado y santificarla: es la gracia santificante o divinizadora, recibida en el Bautismo. Es en nosotros la fuente de la obra de santificación (cf Jn 4, 14; 7, 38-39):
 
«Por tanto, el que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo. Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo» (2 Co 5, 17-18).
 
La gracia es, ante todo y principalmente, el don del Espíritu que nos justifica y nos santifica. Pero la gracia comprende también los dones que el Espíritu Santo nos concede para asociarnos a su obra, para hacernos capaces de colaborar en la salvación de los otros y en el crecimiento del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Estas son las gracias sacramentales, dones propios de los distintos sacramentos. Son además las gracias especiales, llamadas también carismas, según el término griego empleado por san Pablo, y que significa favor, don gratuito, beneficio (cf LG 12). Cualquiera que sea su carácter, a veces extraordinario, como el don de milagros o de lenguas, los carismas están ordenados a la gracia santificante y tienen por fin el bien común de la Iglesia. Están al servicio de la caridad, que edifica la Iglesia (cf 1 Co 12).
 

DIVINIZACION DEL ALMA POR LA GRACIA: La divinización de nuestro ser se realiza por la gracia, que es una realidad intima que llevamos en nuestro ser, algo que nos eleva, que nos transforma, que nos diviniza.

La gracia es superior a la creación, la infusión de la gracia supera hasta los grandes prodigios que se realizan en la tierra, por la gracia somos levantados por encima de todas las criaturas, y nos colocamos en el plano de Dios, pertenecemos a su naturaleza y entramos a formar parte de su familia.

La naturaleza intima de la gracia es la participación de la naturaleza divina, es decir, llevamos en el alma algo divino, lo divino nos envuelve, hay un germen, un principio divino en nosotros que produce una actividad superior y divina, para que podamos llegar a la cumbre donde el hombre se diviniza, contemplando la esencia de Dios.

Por la gracia, nuestra inteligencia puede tener el mismo objeto de la inteligencia de Dios, que es Dios mismo; pero Dios tal como es, Dios en el esplendor de su hermosura, Dios en la plenitud de su grandeza y nuestra voluntad puede amar a Dios como Él se ama, a Dios tal como Él es.

Por la gracia somos dioses por participación, porque podemos tener actividades semejantes a las actividades divinas, porque pueden nuestras facultades, engrandecidas por la gracia y por los dones divinos, contemplar a Dios como es en Sí, amarle con un amor divino y hundirnos en el piélago inmenso de la divina felicidad.

La gracia nos hace ser hijos de Dios por adopción, miembros del Cuerpo místico de Jesucristo y estar con El íntimamente unidos, la gracia hace que el Espíritu Santo se nos dé y que constituya nuestro espíritu y que seamos movidos y dirigidos por El.

Por la gracia también tenemos relaciones inefables con el Espíritu Santo, Él es nuestro, lo poseemos, es nuestra propiedad, y nosotros le pertenecemos. El rige y dirige nuestra vida espiritual, es el alma de nuestra alma, el director de nuestra vida espiritual.

LA MOCION DEL ESPIRITU SANTO POR LOS DONES
 
La actividad del Espíritu Santo en nuestras almas es "moción", nos santifica moviendo todas las actividades de nuestro ser con la dulzura del amor y con la eficacia de la omnipotencia. Es una actividad que solo Él puede realizar porque posee el secreto divino de tocar las fuentes de la actividad humana sin que los actos dejen de ser vitales y sin que dejen de ser libres[1]. "Esta especialísima moción viene como rio impetuoso que precipita el Espíritu del Señor, toma entonces el Espíritu Santo en lo íntimo de nuestras almas el lugar que le corresponde a lo que hay en nosotros de más íntimo, de más alto, de más activo, se constituye en director inmediato del alma y esta, en la plenitud de su fuerza y de su libertad, no obra sino movida por el Espíritu"[2].

Es una moción de amor, se funda en el amor, la hace el amor y conduce al amor "para que el espíritu Santo mueva a un alma necesita estar íntimamente unido a ella por la caridad". Las facultades humanas no pueden recibir la moción sin los dones que el mismo Espíritu pone en las fuentes de nuestra actividad. La dirección que tomas esta moción es un círculo amoroso e infinito: viene del Padre y del Hijo y hacia esas divina personas tiende su vuelo majestuoso, arrastrando en la dulce impetuosidad de su soplo a las almas dóciles a sus inspiraciones[3]. Esta moción hace que el alma no permanezca ociosa, sino que sea movida por el Espíritu Santo.
 


[1] Ibídem, p. 51.
[2] ibídem,. p.  52.
[3] Cfr. 55
 
 
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